lunes, 24 de mayo de 2010


Es una vieja transparencia que he encontrado. La veo a trasluz. Hay una mujer en ella. Siento curiosidad. Su presencia se va haciendo tangible, acorazada tras el marquito que da vueltas entre mis dedos, mientras pienso donde encontrar el viejo proyector de diapositivas.

Es la tarde. Corro las cortinas. Afuera queda la luz cayendo cálidamente en el follaje y sobre la superficie del río con destellos fulgurantes. Dentro, la oscuridad se siente fresca. Mis ojos se demoran un instante en acomodar la visión. La imagen se va develando como una aparición hasta hacerse nítida.

Ella está sentada en un sillón de tres plazas, frente a la cámara. Es otra la luz que la envuelve. Proviene de un ventanal que apenas se vislumbra difuso sobre el lado derecho. Es una tenue claridad que va difuminando su contorno. Es una luz gris, espesa, como el de un atardecer de otoño en el centro de la ciudad. Puedo imaginar que está en un piso alto de algún edificio. Puedo sentir el bullicio del tránsito. La habitación parece amplia y la escena esta despojada de todo mobiliario que no sea el sillón, de estilo indefinido, funcional tal vez, de color ocre oscuro que se encuentra en el centro de la imagen. Ella tiene un vestido gris, sin mangas. Sus brazos blancos, desnudos, desplegados como alas displicentes, se apoyan sobre el respaldar. Su mano derecha se aferra apenas a un almohadón, la otra cae como una hoja seca. Por detrás de su hombro izquierdo asoma una pintura, abstracta, lánguida, de tenues líneas policromadas.

Enfundada en su vestido enterizo, su busto queda tenuemente dibujado por la evanescente luz que lo descubre amplio pero no exuberante. Intencionalmente el fotógrafo no capturó su rostro. Debió ser su amante, me atrevo a sospechar. Quien la ha retratado resguardó su identidad. Apenas su mentón aparece delineado en el borde de la pantalla. Me acerco a ella. Intento imaginar su rostro a través de su cuello y la delicada barbilla que se escapa entre los confines sombríos del fotograma. Pero inesperadamente me doy cuenta de algo. Ella tiene sus piernas cruzadas sugestivamente. Recién ahora me percato que sus piernas entrelazadas están en el centro del encuadre. Son el punto de fuga exacto, donde toda la escena cobra sentido. Percibo entonces las formas de sus muslos que parecen moverse bajo la falda tersa. El fotógrafo pareciera haber querido atrapar las furtivas sombras que anidaban entre sus piernas, que entrelazadas, cobran vida para mí ahora, como un vórtice de nubes borrascosas. La escena se descompone, se deslizan las formas cuando fijo la mirada en el vértice de sus piernas flexionadas en el borde de su falda, como lo hubo de haber hecho él. Cuando el cierre de su vestido se bajara, y en un movimiento suave se resbalara por su torso. Mientras que el atardecer ha dado paso a un cielo estrellado tanto en la ciudad como acá. Mientras ella se yergue observando a la cámara fijamente como ahora lo hace y sus pasos sortean el vestido que ha caído definitivamente y avanza hacia mí y me mira y puedo ver entonces su rostro.


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